XVI. Desolation Room
XVI. Desolation Room
Una tarde fría de agosto del año 1999 se fue la electricidad en gran parte de la ciudad. Los apagones son jodidos y difíciles de sobrellevar. Cuando uno está acostumbrado a ellos, es muy normal; pero cuando se te presentan de improvisto sueles maldecir: se te apaga la televisión, ya no hay música, no puedes leer (por lo general) y te tropiezas. El hielo de las refrigeradoras viejas como la mía se te puede derretir e inundar la habitación...
Recuerdo que se hacía de noche, aquella vez, y escuchaba viejos discos de Bob Dylan frente a mi ventana, mientras leía un fragmento de un libro viejísimo de Tom Sharpe (divertido y alocado) cuando de pronto ¡shhh! se paraliza todo y me quedo a oscuras, susurrándole a la pared...
Mi primera impresión fue dejar que la luz de invierno se infiltrara por mi ventana. Lo siguiente, fue intentar llamar a mi familia sin mayores resultados. Un último intento de librarme de la pereza o de dormir, fue salir y mirar la expresión de la gente y de la calle. Había cierto movimiento a oscuras, habían ciertas sombras abiertas que atravesaban la calle de un extremo a otro. De pronto ya no había más línea telefónica. En la avenida Precursores, colindante con el pasaje donde vivo, en un segundo piso, había cierto desorden vial...
Cogí algo de dinero y salí a comprar velas.
En el camino, como resultado de los últimos segundos de luz, escuché un grito. Caminé un par de metros y volteé.
- ¡Marcel!... ¡Marcel!
¿Me estaría volviendo loco?
Apuré el paso. No es grato hablar con extraños en pleno apagón. Poco a poco la penumbra se fue apoderando de la calle y del universo.
Gustavo y Walter me abordaron. Ambos reían estrepitosamente.
- ¿Qué hay, muchachos? -Les pregunté, un tanto confundido por todo.
- Ahí...
Ambos parecían estar muy pasados. Creo que era viernes o algo por el estilo. Yo llevaba una casaca azul que sujetaba con todas mis fuerzas. Recuerdo que corría un viento terrible y estaba angustiado debido a la oscuridad. Sin embargo, ellos parecían estar de lo más normal.
Gustavo comentó:
- Estábamos haciendo un trabajo en casa de un tío que es recontra ebrio. Nos invitó vino, y luego... el apagón. Ya sabes, ¡ja, ja, ja! -Gustavo reía-. Al final no hicimos nada.
- ¿Tú qué hacías, Marcel? -Preguntó Walter.
- Masticaba un chocolate -le respondí.
Llegamos al parque César Vallejo. Era casi de noche...
- Naaaada... -dije en tono casi burlón-, escuchaba música... nada más.
Pensé por un minuto en mi familia. De repente, después de mucho tiempo, sentí algo de nostalgia, pena y preocupación por todo. De igual manera, pensé que debería hacer algo. Ir a la Universidad, como ellos decían. Imaginé cómo estaría ahora si hubiera llamado a la puerta de los señores Beltrán a preguntar si ellos tenían velas. Quizá me hubieran invitado a pasar y hubiéramos bebido té. La señora suele pintar cuadros. Sin embargo, ese sentimiento no duró demasiado.
Las calles vacías y sin luz crepitaron como una cucaracha al despertar. Los automóviles cada vez más confundidos viajaron en diferentes direcciones a la vez. Una vez en la bodega, compré un par de pilas y cinco velas. Gustavo y Walter compraron cerveza en lata. Gustavo y Walter la abrieron. En el parque, a oscuras, nadie veía nada. Saqué una pelotita de hashís y nos pusimos a fumar en mi pipa. Los tres tosimos fuertemente.
Entonces surgió la estúpida idea de ir a la casa de Walter.
- ¡Está lejos! -grité, fuertemente desanimado.
- Cruzando la avenida Panamericana -señaló Walter-, está cruzándola a dos cuadras.
- Oye ya pues, Marcel -alegó Gustavo-, hace tiempo no hacemos nada divertido. Comemos y ya. Yo también tengo que irme a mi casa.
- Están locos -les dije- hace frío. Todo Surco está a oscuras, por Dios...
- Eso es lo de menos... -dijeron.
En la avenida Panamericana no habían demasiados carros qué esquivar, y sin embargo los que pasaban lo hacían con una velocidad impresionante. No habían luces, solo lográbamos recibir la luz de los faroles de los autos. Gustavo corrió primero y tuvo éxito. Era cosa de calcular y hacer pautas, nada más. Se detuvo tres veces. Walter hizo lo mismo. Finalmente me animé a hacerlo.
Me cogí de los huevos y corrí. Corrí. Corrí. Me detuve. Los autos ahora iban en dirección contraria. Esperé un intervalo considerable. Cerca de dos minutos. Un camión cisterna me hizo sudar a mares. Me deshice de mi casaca azul. Me la quité. Una vez que pasó el camión cisterna, el ruido seguía siendo ensordecedor. Corrí, y transpiré. Me demoré otro tanto.
Por un minuto pensé que no lo iba a lograr.
En la casa de Walter, durante aquella tarde de invierno en la que se fue la luz, en 1999, prendimos una de aquellas velas que compré en la bodega y nos pusimos a fumar otro poco más de hashís de mi pipa.
Walter tosió estrepitosamente.
- ¡Cock! ¡Cock! ¡Cock!
- Tranquilo amigo -susurró Gustavo.
Walter se puso rojo como un tomate y desapareció en su cocina buscando un poco de agua mineral.
- ¿Y qué es de tu novela, Marcel?
La luz de las velas era tenue y le daba a la escena un aire desolador. En casa de Walter todos estábamos con miedo por la inminente llegada de sus padres y el olor a hashís del lugar. Inserté un par de mis pilas en una radio portátil y empezamos a escuchar interferencia.
- Estoy dándole los últimos toques finales...
- Ya veo.
Y en seguida:
- Ha sido un camino difícil, ¿no?
Moví mi cabeza de arriba a abajo, agregué:
- Ha sido un camino largo y sinuoso...
Permanecemos callados ante la oscuridad de la habitación.
Nos sentamos en un parque cerca a Casuarinas, donde los automóviles no llegan con tanta furia y la calle luce desolada. Yo digo que se parece a Chaclacayo por las paredes de ladrillo rojo y las enredaderas que hay a continuación. Y este parque: extraño, pequeño. Tiene unos cinco metros cuadrados de concreto y una pared también de ladrillo (pero después de esta pared ya no hay nada, y vemos allí el cerro Casuarinas desde lejos) pero yo solo pienso en seguir caminando y seguir fumando este poco de hashís y olvidarme de todo el mundo para siempre. A mí nadie nunca me ha servido para nada.
Nos sentamos y prendemos con mi pipa otro poco de hashís y fumamos. La ciudad está a oscuras.
Entonces les hablo un poco de Charlotte. Les hablo de todos los libros míos que ella tiene, de todas las cosas mías con las que se quedó. Algunas cosas que están en su casa, aquí en Lima, y otras tantas cosas que se llevó al Cuzco. Finalmente les digo que hay mujeres, chicas excelentes con las cuales acostarse por una sola noche (no es el caso de Charlotte) y hay momentos en la vida, hay algunos besos que uno quisiera congelarlos en el tiempo. Incluso, hay veces, en las que uno prefería no haber fumado, ni haber tomado nada, para así recordarlos mejor. Y hay mujeres a los que uno les da todo en esta vida y lo único que hacen para remediarte un poco es comprarte una estúpida pipa para que te sigas matando los pulmones.
Gustavo asiente y vuelve a prender la pipa. Nuestras caras de iluminan un solo instante.
- Llega el momento en que uno no sabe qué es mejor y qué es peor.
Hay amores que duran un minuto, y hay situaciones en las que uno no quisiera estar involucrado.
Walter asiente.
- Así se dice, amigo.
Una luz amarilla en el parque nos hace volver a la realidad. Una camioneta Serenazgo lleva las luces encendidas y zigzaguean azules unas contra otras por toda la estrecha calle. La camioneta avanza lento.
A continuación los muchachos y yo cogemos nuestras cosas y decidimos huir.
Una tarde fría de agosto del año 1999 se fue la electricidad en gran parte de la ciudad. Los apagones son jodidos y difíciles de sobrellevar. Cuando uno está acostumbrado a ellos, es muy normal; pero cuando se te presentan de improvisto sueles maldecir: se te apaga la televisión, ya no hay música, no puedes leer (por lo general) y te tropiezas. El hielo de las refrigeradoras viejas como la mía se te puede derretir e inundar la habitación...
Recuerdo que se hacía de noche, aquella vez, y escuchaba viejos discos de Bob Dylan frente a mi ventana, mientras leía un fragmento de un libro viejísimo de Tom Sharpe (divertido y alocado) cuando de pronto ¡shhh! se paraliza todo y me quedo a oscuras, susurrándole a la pared...
Mi primera impresión fue dejar que la luz de invierno se infiltrara por mi ventana. Lo siguiente, fue intentar llamar a mi familia sin mayores resultados. Un último intento de librarme de la pereza o de dormir, fue salir y mirar la expresión de la gente y de la calle. Había cierto movimiento a oscuras, habían ciertas sombras abiertas que atravesaban la calle de un extremo a otro. De pronto ya no había más línea telefónica. En la avenida Precursores, colindante con el pasaje donde vivo, en un segundo piso, había cierto desorden vial...
Cogí algo de dinero y salí a comprar velas.
En el camino, como resultado de los últimos segundos de luz, escuché un grito. Caminé un par de metros y volteé.
- ¡Marcel!... ¡Marcel!
¿Me estaría volviendo loco?
Apuré el paso. No es grato hablar con extraños en pleno apagón. Poco a poco la penumbra se fue apoderando de la calle y del universo.
Gustavo y Walter me abordaron. Ambos reían estrepitosamente.
- ¿Qué hay, muchachos? -Les pregunté, un tanto confundido por todo.
- Ahí...
Ambos parecían estar muy pasados. Creo que era viernes o algo por el estilo. Yo llevaba una casaca azul que sujetaba con todas mis fuerzas. Recuerdo que corría un viento terrible y estaba angustiado debido a la oscuridad. Sin embargo, ellos parecían estar de lo más normal.
Gustavo comentó:
- Estábamos haciendo un trabajo en casa de un tío que es recontra ebrio. Nos invitó vino, y luego... el apagón. Ya sabes, ¡ja, ja, ja! -Gustavo reía-. Al final no hicimos nada.
- ¿Tú qué hacías, Marcel? -Preguntó Walter.
- Masticaba un chocolate -le respondí.
Llegamos al parque César Vallejo. Era casi de noche...
- Naaaada... -dije en tono casi burlón-, escuchaba música... nada más.
Pensé por un minuto en mi familia. De repente, después de mucho tiempo, sentí algo de nostalgia, pena y preocupación por todo. De igual manera, pensé que debería hacer algo. Ir a la Universidad, como ellos decían. Imaginé cómo estaría ahora si hubiera llamado a la puerta de los señores Beltrán a preguntar si ellos tenían velas. Quizá me hubieran invitado a pasar y hubiéramos bebido té. La señora suele pintar cuadros. Sin embargo, ese sentimiento no duró demasiado.
Las calles vacías y sin luz crepitaron como una cucaracha al despertar. Los automóviles cada vez más confundidos viajaron en diferentes direcciones a la vez. Una vez en la bodega, compré un par de pilas y cinco velas. Gustavo y Walter compraron cerveza en lata. Gustavo y Walter la abrieron. En el parque, a oscuras, nadie veía nada. Saqué una pelotita de hashís y nos pusimos a fumar en mi pipa. Los tres tosimos fuertemente.
Entonces surgió la estúpida idea de ir a la casa de Walter.
- ¡Está lejos! -grité, fuertemente desanimado.
- Cruzando la avenida Panamericana -señaló Walter-, está cruzándola a dos cuadras.
- Oye ya pues, Marcel -alegó Gustavo-, hace tiempo no hacemos nada divertido. Comemos y ya. Yo también tengo que irme a mi casa.
- Están locos -les dije- hace frío. Todo Surco está a oscuras, por Dios...
- Eso es lo de menos... -dijeron.
En la avenida Panamericana no habían demasiados carros qué esquivar, y sin embargo los que pasaban lo hacían con una velocidad impresionante. No habían luces, solo lográbamos recibir la luz de los faroles de los autos. Gustavo corrió primero y tuvo éxito. Era cosa de calcular y hacer pautas, nada más. Se detuvo tres veces. Walter hizo lo mismo. Finalmente me animé a hacerlo.
Me cogí de los huevos y corrí. Corrí. Corrí. Me detuve. Los autos ahora iban en dirección contraria. Esperé un intervalo considerable. Cerca de dos minutos. Un camión cisterna me hizo sudar a mares. Me deshice de mi casaca azul. Me la quité. Una vez que pasó el camión cisterna, el ruido seguía siendo ensordecedor. Corrí, y transpiré. Me demoré otro tanto.
Por un minuto pensé que no lo iba a lograr.
En la casa de Walter, durante aquella tarde de invierno en la que se fue la luz, en 1999, prendimos una de aquellas velas que compré en la bodega y nos pusimos a fumar otro poco más de hashís de mi pipa.
Walter tosió estrepitosamente.
- ¡Cock! ¡Cock! ¡Cock!
- Tranquilo amigo -susurró Gustavo.
Walter se puso rojo como un tomate y desapareció en su cocina buscando un poco de agua mineral.
- ¿Y qué es de tu novela, Marcel?
La luz de las velas era tenue y le daba a la escena un aire desolador. En casa de Walter todos estábamos con miedo por la inminente llegada de sus padres y el olor a hashís del lugar. Inserté un par de mis pilas en una radio portátil y empezamos a escuchar interferencia.
- Estoy dándole los últimos toques finales...
- Ya veo.
Y en seguida:
- Ha sido un camino difícil, ¿no?
Moví mi cabeza de arriba a abajo, agregué:
- Ha sido un camino largo y sinuoso...
Permanecemos callados ante la oscuridad de la habitación.
Nos sentamos en un parque cerca a Casuarinas, donde los automóviles no llegan con tanta furia y la calle luce desolada. Yo digo que se parece a Chaclacayo por las paredes de ladrillo rojo y las enredaderas que hay a continuación. Y este parque: extraño, pequeño. Tiene unos cinco metros cuadrados de concreto y una pared también de ladrillo (pero después de esta pared ya no hay nada, y vemos allí el cerro Casuarinas desde lejos) pero yo solo pienso en seguir caminando y seguir fumando este poco de hashís y olvidarme de todo el mundo para siempre. A mí nadie nunca me ha servido para nada.
Nos sentamos y prendemos con mi pipa otro poco de hashís y fumamos. La ciudad está a oscuras.
Entonces les hablo un poco de Charlotte. Les hablo de todos los libros míos que ella tiene, de todas las cosas mías con las que se quedó. Algunas cosas que están en su casa, aquí en Lima, y otras tantas cosas que se llevó al Cuzco. Finalmente les digo que hay mujeres, chicas excelentes con las cuales acostarse por una sola noche (no es el caso de Charlotte) y hay momentos en la vida, hay algunos besos que uno quisiera congelarlos en el tiempo. Incluso, hay veces, en las que uno prefería no haber fumado, ni haber tomado nada, para así recordarlos mejor. Y hay mujeres a los que uno les da todo en esta vida y lo único que hacen para remediarte un poco es comprarte una estúpida pipa para que te sigas matando los pulmones.
Gustavo asiente y vuelve a prender la pipa. Nuestras caras de iluminan un solo instante.
- Llega el momento en que uno no sabe qué es mejor y qué es peor.
Hay amores que duran un minuto, y hay situaciones en las que uno no quisiera estar involucrado.
Walter asiente.
- Así se dice, amigo.
Una luz amarilla en el parque nos hace volver a la realidad. Una camioneta Serenazgo lleva las luces encendidas y zigzaguean azules unas contra otras por toda la estrecha calle. La camioneta avanza lento.
A continuación los muchachos y yo cogemos nuestras cosas y decidimos huir.
<< Home